Desde la ventana hoy la lluvia que mojaba las aceras de Coñolamido, una ciudad pseudónima para no levantar quejas, denuncias y vilipendios de vecinos pertrechados de horcas y antorchas.
El lenguaje estaba cargado, como el tiempo de la calle, era un bochorno verbal. Junto al horrible calor de junio, las palabras de la calle se habián esfumado entre vaporosos delirios de excentricidad literaria. Y con las mismas, pensado en que narrar y a la vez, pensando en que hacer, como Lenin. Me acordé de un guariche de antaño, fosilizado en la esquina de una calle escondida de Coñolamido.
Pense en callejear, sortear los caniches de la decadente sociedad de Coñolamido hasta llevar mis decalcificados huesos hasta aquel antro. No tardé mucho en averiguar el camino correcto.
El antro seguía haciendo honor a su apodo "el guarro", hacía esquina en un edificio, frente a una manzana derruida, por el flanco izquierdo un ventanal hacia la calle que subía del río, quizá una antigua cloaca medieval.
La entrada miraba hacia el solar derruido, amarillo por el amianto de los edificios cercanos, sobre la puerta un escape de humos corroido.
Una vez dentro miré la plancha de la cocina, situada inmediatamente a la izquierda de la puerta, estaba sucia, no esperaba otra cosa, pedí un pincho moruno, carnes ensartadas en lo que parecia ser el hierro de un somier estirado. Sobre la plancha vertieron algo similar a aceite de motor usado y una vez caliente, mi moruno. La pila de platos descascarillados junto a un cubo de plástico con champiñones a medio hacer.
El suelo oculto bajo montañas de servilletas, pan, lomo y panceta a medio terminar. De vez en cuando una especie de subhumanos subía desde los baños excavados en el subsuelo para nutrirse de estos detritos.
Dos camereros feos, con camisas pasadas de moda desde hace 3 décadas, uno con bigote y pelo echao para atrás, y fijado con la espátula de la cocina, el otro con pelo rizado, sin bigote, sin dientes. Ambos eran personajes cañís, los mejores galanes de una película de Torrebruno, los camareros de Ortega y Pacheco.
Pagué 1,80 con un billete de 5, me devolvieron 8 con 80. Hize mi acto de humanidad y devolví 5. Me fui, fuera hacía ya sol en Coñolamido